martes, 15 de junio de 2010

Transmisiones.

El jueves pasado, por una de esas estúpidas conjunciones de hábitos adquiridos y gestos automáticos y algo de falta de sueño, cometí un error en el laboratorio que, sin ser críticos, demoró la preparación del experimento del día e hizo que perdiese reactivos que podría haber empleado el día siguiente, ahorrando prepararlos en ese día, con el consiguiente incordio, si bien no para mí, sino para una compañera del labo (claro que ella es fija). El caso es que me irritó profundamente porque un error parecido lo cometí el día anterior. El típico error de no fijarse en lo que uno hace y poner un reactivo donde no debe, diluyéndolo de más y echándolo a perder para cualquier experimento que uno quisiera hacer. Definitivamente, no conviene emplear botellas iguales para estas actividades.
El problema no fue trascendente. Se preparó más reactivo y listo. Pero el rebote conmigo mismo me duró buena parte de la mañana. No era cuestión de haberla cagado y quedar en evidencia sino de cagarla como un novato por no estar concentrado en lo que hacía. Orgullo profesional, si queréis. Lo que si noté fue que para contárselo a mi jefa utilicé sarcasmo a mi propia costa. Un mecanismo de defensa pasivo-agresivo, si, pero para ocultar el verdadero cabreo que tenía conmigo mismo. Ciertamente, ni mi tutora ni nadie más tenían por qué soportar mi cabreo así que en vez de ser abiertamente desagradable con los demás hago chistes y comentarios que me dejan en evidencia desviando mi irritación sobre mí mismo pero sin ser abiertamente invasivo con los demás.
Me puse a pensar sobre ello (una ventaja de la plataforma automatizada, poder hacer otras cosas mientras el invento robotizado se dedica a operar el sólo esperando a que te despistes o te ausentes un momento para hacer algo mal y poner todo en crítico) y pensé que, en realidad, la primera reacción que tuve cuando vi a mi tutora fue poner cara de póker y no revelar que, en realidad, estaba cabreado, sino que me cerré en banda el aspecto emocional a pesar de explicar el error y asumir la responsabilidad. Con otras pequeñas cosas que habían ocurrido, en realidad bastante triviales y derivadas de la división del trabajo (que a veces uno puede percibir como más o menos justa) hice más o menos lo mismo pero no me dí cuenta hasta ese momento.
De natural soy bastante poco comunicativo. No es que no me guste airear mis emociones, esa fase la superé al final de mi adolescencia y de una forma más o menos forzada (bend or break, they say), sino que no me gusta que me lean. Me comunico con mis amigos y con la gente a la que quiero pero normalmente, con la gente con la que me falta el grado íntimo de confianza no me gusta que la gente sepa exactamente qué es lo que hay dentro de mi cabeza. No me gusta que la gente tenga toda la información sobre mí ni todo lo que proceso. De hecho, ni siquiera me gusta que mis amigos me tomen por previsible. Me gusta conservar aunque sólo sea una partícula de variabilidad e impredicibilidad. Las conclusiones psicológicas sobre el tema, id a saber pero las filosóficas podrían relacionarse con el libre albedrío, que no lo niego. Me gusta tener por lo menos una pequeña impresión de libertad de acción y capacidad de decisión sobre mi vida y, sin lugar a dudas, creo que eso es lo que más de agobió cuando estaba en el otro labo hace ya un año: la sensación de que mi vida quedaba sometida a control ajeno y a las decisiones de otro. Eso se me hizo realmente intolerable.
Cada uno se expresa de formas muy particulares. La forma de actuar y manifestar lo que uno piensa y siente es algo parecido a la forma en que los barcos navegan por el mar con radio y sensores. Uno puede emplear sus sensores de forma activa, enviando estímulos y observando respuestas en los demás; o emplearlos de forma pasiva, observando y escuchando sin decir palabra. Con la expresión corporal, los gestos y la personalidad ocurre de forma parecida al lenguaje. Es una cuestión de comunicación.
Hay gente que resulta algo parecido a una bengala en una habitación a oscuras. Se les ve venir desde lejos, mientras que otra es más comedida, circulando con señales para indicar su curso y observando a los demás. Y siempre están los que parece que nunca están ahí. No siempre lo que uno aparenta es lo que lleva dentro. Siempre hay payasos que lloran por dentro o esposas trofeo que son muy conscientes de que su vida vale tanto como lo que entretengan a sus maridos pero en las relaciones humanas la comunicación no deja de ser a una escala menor lo que viene a ser entre los países y las agencias de inteligencia: un juego de verdades y mentiras en el que siempre hay que, según el grado de confianza, hay que desenredar más o menos hilos de la madeja.
Me intriga lo que oculta la cabeza de la gente tanto como me obsesiona el ocultar lo que hay en la mía. No soy un jugador de póker especialmente bueno pero creo que le encuentro al juego la gracia más por lo que tiene de estudio de la comunicación humana que por cualquier otra cosa.

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