martes, 23 de junio de 2009

The Real McCoy.

Con el tiempo libre que tengo ahora (algo que no me termina de agradar), han ido saliendo a la superficie aspectos de mi verdadera persona que tenía desconectados. Muchas de las cosas que uno querría hacer y para las que no logra sacar tiempo cuando trabaja han ido ganando sitio, entre otras cosas por la reordenación de mis prioridades vitales y una apreciación distinta a la que tenía cuando estaba metido en la dinámica de trabajo del laboratorio. Algo perdido, algo ganado.

Independientemente de que a uno le dé por la fotografía, por estudiar idiomas, por leer sobre ésto o aquello, salvo que alguien tenga más de seta o tarugo de madera que de persona, lo normal es que tenga alguna inquietud personal particular que no suele manifestar hasta que tiene mucho tiempo disponible (en Facebook hay hasta grupos de punto de cruz, a mí con eso me basta). Lo mío es con la fotografía HDR (fotografía digital de alto rango dinámico), lo que no deja de ser contradictorio: mi padre sabe mucho de fotografía porque se formó en la Escuela de Cine (hace años) como técnico de sonido y operador de cámara (tiene hasta su propia entrada en la IMDB, pero no os la voy a enlazar) pero cuando ha intentado concienciarme, su metodología didáctica deja bastante que desear, de ahí que saliese rebotado con el tema y todo lo que he aprendido sobre este arte o técnica sea cosa mía.

El tema de la fotografía HDR es bastante interesante: consiste en emplear varias exposiciones de una misma toma fusionadas mediante un programa apropiado para obtener una imagen de 32 bits con un rango dinámico de luz más amplio que el de una imagen normal. Posteriormente, la imagen de 32 bits puede someterse a un mapeado de tonos para poder corregir las luces y sombras y reproducir la imagen de una forma hiperrealista en la que se atenuan las diferencias y los contrastes excesivos y se capta de forma más parecida a como una imagen es captada por el ojo (y el cerebro) humano.

Imagen original sin modificación de exposición: el desnivel de luz provoca muchos píxeles "quemados" en contraste con las sombras.

Fotografía realizada por HDR después de mapear tonos. El resultado es más parecido a la apreciación original por el ojo humano.

Exposición original sin corrección.

Fotografía procesada. Las nubes han permanecido en movimiento durante la toma de las cinco exposiciones empleadas para componer la imagen y se puede apreciar un cierto rastro.

Imagen sin correcciones.

Fotografía procesada. Apréciese el hiperrealismo de los colores surgido al atenuar luces y sombras mediante el mapeado de tonos.

Llevando la técnica un poco más lejos, se pueden modificar las saturaciones de color y otras propiedades de las imágenes para obtener fotografías impresionistas. Esto molesta a los puristas, como los halos (ligeramente apreciables en la última instantánea) pero convierte esta manipulación en algo más artístico. Desde luego más interesante que las fotografías que han puesto de moda con las cámaras soviéticas con ojo de pez y toda esa historia de la Lomography (muy gafapasta, para que nos vamos a engañar).

Esta forma de fotografía tiene un potencial enorme y, aunque no es lo más cómodo del mundo (hay que llevar el trípode a cuestas y cambiar la exposición de la cámara pero se facilita la tarea con cámaras buenas con multiexposición automática), se puede explotar en muchísimos niveles. De momento yo me quedo con el artístico.

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Placer Culpable del Momento: I kissed a Girl de Katy Perry.

martes, 16 de junio de 2009

Miedo

No sé cómo se les ocurrirán los artículos o las columnas a otras personas con blog. En mi caso, normalmente, suelen ser cosas que andan rondándome la cabeza, orbitando en torno a alguna de mis obsesiones temporales o mis intereses y que acaban por galvanizar después de ver algo en una película o en la tele o leer un libro o revista. Raramente suele ser algo casual, es sólo una acumulación de ideas hasta que tengo ganas, tiempo y una forma, más o menos clara, de expresarlo.

Hace unas semanas, hablando con José Viruete, salió el tema de la producción soviética de ciencia-ficción tanto en libros como en películas, cómo es algo de lo que no tenemos demasiada idea más allá de Tarkovsky y, además, eso sólo es parte de alrededor de medio siglo de cultura, y subcultura, de varios países sobre los que ignoramos casi todo. El ejemplo que tenía más claro en mi cabeza fue una chica, una compañera en un curso de inglés, hace como cinco años, que venía de Hungría y que vestía como si la hubiesen sacado del público de Tocata. Algo así como veinte años de desfase en moda, casi nada.

Sin embargo, una de las cosas que comentamos relacionado con la Guerra Fría y demás, fue una de las cuestiones fundamentales que distancia a mi generación y, en general, a aquellos nacidos antes de 1982 (aproximadamente; añadid años, si os parece) de las que vinieron después. He leído por ahí que hay gente harta de la nostalgia de los años ochenta y la Guerra Fría y todo eso porque, en realidad, ellos no lo vivieron. Dejando aparte que tienen razón y que cualquier memo con veinte años ahora no puede tener ni una puta experiencia vital de verdad sobre lo que supusieron los años de Reagan, mi idea iba en paralelo. Toda esa nostalgia ignora que en aquellos años, crecer suponía criarse con una cultura completamente distinta a la de nuestros padres, no ya sólo por la transición y todo eso, sino porque la televisión se convirtió en un elemento central de nuestra educación.

Fuera de lo bien o mal que hayan envejecido aquellos capítulos de Barrio Sésamo (por lo menos la parte americana de muppets, no entro a discutir sobre Espinete y demás) y que sean o no, de lejos, mejores que los Lunis, los Teletubbies y todo eso, los críos absorbemos una barbaridad la información y, por entonces, con sólo dos canales, la tele era una ventana al mundo. Luego, cada uno entendía las cosas de forma más o menos peculiar: por ejemplo, yo con tres años no tenía demasiado claro que el circo romano con gladiadores y todo eso estaba casi dos mil años en el pasado. Aún así, insisto, los niños cogen señales con una facilidad tremenda y, en aquellos años 80, una de las señales que más abundaban en los telediarios era el miedo. Cierto, hoy día también hay miedo pero entonces era diferente, quizás porque la amenaza era más real.

Al llegar a la presidencia en 1980, Reagan reavivó la economía de los Estados Unidos con inversiones en defensa, reavivando la Guerra Fría. No hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que con aquello aumentaron las tensiones con los soviéticos y la amenaza de guerra nuclear se hizo más presente que en la década anterior. En los telediarios, en series de televisión, en películas, el Terror Rojo se rematerializó pero, esta vez, a diferencia de 30 años antes, acompañado por la sombra de un conflicto que podría poner fin a la especie humana. Los jueguecitos de la geopolítica (las guerras civiles en América Central, la guerra de Afganistán, la guerra Irán-Irak…) no ayudaban demasiado y el Apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina.

En un ambiente así, tus padres llegaba y te decían que iban a poner una película de dibujos animados por la tele y esperabas que fuera algo divertido, no Cuando el Viento sopla. No es tampoco algo con lo que te vayas a quedar despierto y dando vueltas en la cama toda la noche, claro, pero tu visión del mundo cambia. Añádele a la dieta el Día después y la imagen que tienes de la guerra acaba siendo diferente a todas esas cosas tan molonas que te vendían en las películas de Stallone y Chuck Norris: se empezaba a caer el pelo, luego los dientes (pesadilla donde las haya), luego empezabas a sangrar hasta por la piel y luego la piel se deshacía. De algún modo, percibías que el mundo era un lugar chungo, muy chungo, sin necesidad de hombre del saco ni de monstruos debajo de la cama, entre otras cosas porque probablemente quedasen incinerados por la Bomba en el minuto dos.

En una película de 1988, Miracle Mile (no recuerdo su título en España), se consiguió transmitir la sensación de miedo, de pánico, incluso, que provocaba vivir en un mundo al borde del abismo. Mis recuerdos del verano de 1990 estaban marcados por ese miedo: Saddam invadió Kuwait y los tambores de guerra, la movilización de medio mundo ante aquello fue algo de lo que se habló durante meses, con la inquietud sobre qué haría el bigotes con los Scuds que le compró a los rusos y los gases que le fabricaron los franceses, alemanes y yanquis. Cualquiera sabía si aquellos pepinos nos podían caer a nosotros con el sarín y con el aumento de precios del petróleo, la gente empezó a acaparar comida por si acaso.

Cierto, desde 2001 tomó presencia la amenaza del terrorismo franquiciado de Bin Laden y sus amigos, algo que se confirmó en España en 2004 con los atentados de Atocha y Vallecas. Además, ETA siempre estuvo rondando todo ese tiempo y en 2000 la hicieron maja con el coche bomba en la calle Preciados, que dejó fuera de servicio un buen montón de comercios de la plaza del Callao. Pero no era lo mismo. Nunca lo ha sido. Se trata de un fragmento de caos que anda suelto por ahí, algo que, por pura mala suerte, puede tocarle a uno y generar una tragedia pero no tiene ni de lejos la escala, sobre todo psicológica, de lo que implicaba la ver en la tele el desfile del 1º de Mayo o del aniversario de la Revolución de Octubre. Cuatro, cinco o seis años, poco importaba, sabías que esos misiles en esos camiones significaban algo muy malo.

Lanzarse ahora a la diatriba de que la juventud de hoy está echada a perder, que no merecen la pena y todo eso sería una gilipollez. Es cierto que el sistema educativo apenas sirve para limpiarse el culo con él y que se ha pasado, en treinta años o así, de una cierta intransigencia a una tolerancia desmedida pero en ese caso la responsabilidad debería ser asignada con más ojo. Lo que es cierto, sin duda, es que estas generaciones no han tenido de verdad esa sensación de que existían poderes por encima de ellos que regulaban su vida en la oscuridad, que nos podíamos ir al infierno de un momento a otro y que lo único que quedaría sería una bola de barro silenciosa y llena de polvo. Nada de terminators, nada de aliens, sólo el polvo radiactivo y las ruinas de quienes una vez estuvieron aquí.

P.S.: para quienes crean que después de la crisis de los misiles de Cuba el riesgo de guerra nuclear había quedado muy atenuado, sugiero que echen un vistazo a éste artículo y a éste otro.

lunes, 1 de junio de 2009

¡Jugad, malditos!

Por demanda popular (entiéndase por pueblo soberano Akatsuko), creo que ha llegado el momento de hacer una aclaración sobre el mundillo de la subcultura de los juegos de mesa. La mayoría de la gente, cuando se le habla acerca de juegos de mesa, piensa inmediatamente en el Monopoly, el Risk, el Cluedo y otros juegos que han sobrevivido durante décadas como matatiempos, sobre todo para crios. Como es lógico, la idea que le queda a la mayoría de la gente es que son juegos simples, sin demasiada complicación y poco espacio para usar el cerebro y eso sin contar con el aburrimiento mortal en que puede desembocar alguno de estos (sobre todo el Monopoly), que es, en el fondo, lo verdaderamente imperdobable. Sin embargo, hay mucho más en este hobby de lo que cualquier persona de la calle pudiera imaginar. 

Los juegos de mesa, ahora mismo, pueden agruparse en cuatro cateorías básicas, a saber:
a)Wargames.
b)Euros.
c)Ameritrash.
d)De habilidad 
e) De ingenio y abstractos. 

Los Wargames, que ya mencioné hace tiempo, son juegos de simulación de conflictos, sobre todo de guerra, aunque ya comenté que la definición está bastante abierta, ya que la Guerra Fría también se ha considerado sujeto de estos juegos pero se trataba más bien de un conflicto político a escala global. Lo habitual, sin embargo, es que el tema central sea una escaramuza, batalla, campaña o guerra concreta, en algunos casos hipotética, como ya referí. Cada jugador toma el mando de una serie de unidades militares y debe alcanzar unos objetivos particulares, dependientes de la escala del juego y, en muchos casos, basados en los objetivos originales de las fuerzas históricas representadas. 
Los wargames tienen su origen en el siglo XIX, en el Kriegsspiel del ejército prusiano y en el reglamento Little Wars de H.G. Wells. De ellos partieron dos modelos o concepciones de los wargames diferentes en cuanto a los elementos que representaban las unidades y el terreno: mientras que los prusianos se decantaron por bloques (de madera) con símbolos para denotar el tamaño y cuerpo (infantería, caballería, artillería...) de las unidades y mapas o planos para representar el terreno, los británicos optaron por los soldaditos de plomo, miniaturas que se habían convertido en afición habitual de los niños de familias privilegiadas durante el siglo XVIII. Esto ha repercutido en que hoy día existan dos tradiciones de wargames contrapuestas: la de un reglamento genérico empleado con miniaturas que emplean estadísticas diferentes y escenografía de dioramas y maquetas; y la de los wargames basados en contadores (lo que vienen a ser fichas de cartón cuadradas con una representación de la unidad y valores de juego) o bloques y mapas.
Ejemplo de wargame basado en contadores y un mapa. Apréciese que los contadores presentan varios números correspondientes a estadísticas empleadas durante el juego.

La preferencia por unos u otros es cuestión de gustos: las miniaturas suelen ser vistosas pero requieren buena mano para pintarlas y que queden bien (a mí se me daba razonablemente bien) y eso repercute en tener una cantidad obscena de tiempo libre para poder pintarlas, lógicamente (por otra parte, creo que la gente que lleva ejércitos de miniaturas sin pintar son unos mataos y unos cutres). Además, para poder nivelar y equilibrar las unidades entre los jugadores, se suele requerir invertir bastante dinero para tener variedad y poder elegir entre los diferentes tipos de unidades. Aún así, existen buenos reglamentos para miniaturas que hacen que un jugador dedicado pueda estar bastante satisfecho con su hobby.

Ejemplo de miniaturas (o minis) y escenografía de un wargame.

Los juegos de contadores, por otro lado, suelen ser algo más serios, haciendo más hincapié en los aspectos históricos, el desarrollo del combate e incluyendo en muchas ocasiones, dependiendo de la escala, aspectos relativos a la gestión de las unidades militares fuera del combate, como la logística, los suministros, etc. (lo que dio lugar a la verdadera Bestia Negra del wargaming: la Campaña del Norte de África, un juego de Richard Berg cuyas estadísticas os invito a que consultéis y así entendáis ésta imagen).  
El desarrollo de una partida en un wargame conlleva conocer las unidades de las que se dispone y aprovechar sus características y el terreno del campo de batalla para decantar las oportunidades a favor propio. La resolución de la mayoría de los enfrentamientos en los wargames se suele hacer empleando tiradas de dados o uso de cartas, en muchas ocasiones correlando las tiradas con tablas y/o valores de las unidades (aquellos que aparecen en los contadores, precisamente), si bien recientemente se han desarrollado algunos juegos en los que el mecanismo no incluye mucho azar y se premia más la habilidad de los jugadores, como en el Bonaparte at Marengo. En todo caso, la base de los wargames reside en que se trata de juegos que consisten en una competencia abierta entre los jugadores para alcanzar un/os objetivo/s en la que se premia el pensamiento creativo, la superioridad táctica y/o estrategica y la capacidad para ofuscar al rival sobre las maniobras que uno va a realizar. Esto, por otra parte, no significa que estos juegos estén necesariamente equilibrados, por lo menos de forma explícita; algunos de ellos pueden forzar al enfrentamiento de una fuerza pequeña y especializada contra una masa de enemigos más corrientita. En resumen, los wargames suelen ser un buen desafío.

Bloques y tablero del Bonaparte at Marengo. El estilo del tablero y el diseño de los bloques busca deliberadamente referir a los elementos empleados en el Kriegsspiel original y en los materiales militares auténticos decimonónicos.

Los Euros, eurogames o eurojuegos son la familia de juegos de mesa que se originó en la segunda mitad de la década de los 90 siguiendo el éxito de los Colonos de Catán, un juego económico ideado por un protesista dental alemán llamado Klaus Teuber. Originalmente se les denominó juegos de estilo alemán, por el origen de la mayoría de diseñadores de este tipo de juegos, como Reiner Knizia (dr. en Matemáticas), pero muy pronto se sumaron a la corriente de estos diseños autores de origen italiano, francés y británico, justificando la denominación.

Tablero durante una partida convencional de los Colonos de Catán. 

Esencialmente, los Euros son juegos con un buen motor basado en reglas sencillas que dan lugar a una gran profundidad de desarrollo. Estos motores, de hecho, tienen puntos óptimos, variables según el grado de interacción entre los jugadores que alcancen, de forma que la aleatoriedad está reducida y el juego funciona a favor de los jugadores con más experiencia y habilidad. Eso genera, a la vez, la queja más común sobre estos juegos: que normalmente el equilibrio de partida no suele ser tal y que se asemejan más a un ejercicio de contabilidad que a un auténtico juego. Lo último es, de todas formas, una generalización bastante burda, ya que hay azar suficiente como para que no se trate de una experiencia lineal y tediosa (por lo menos si no hay un jugador que sufra de parálisis de análisis).

Tablero de un jugador de Agricola: todo el glamour y la emoción de gestionar una granja sin esos molestos olorcillos del ganado y sin sudar. Ahora, todos conmigo: yaaaaahaaaaaa!
 
Ahora bien, los Euros suelen fallar en un punto que suele ser fundamental para algunos jugadores: la temática. La mayoría de los juegos de este tipo buscan implementar un sistema de gestión de recursos en el que el jugador halle el punto óptimo para poder ganar la partida. Eso suelen conseguirlo, el problema es que la temática suele ser superficial y, en algunos casos, pegada casi con cola. En más de un juego la temática podría ser cambiada sin que sufriese por ello. Otra de las quejas, la baja interacción entre jugadores, es también excesiva. En todo caso, suelen ser juegos bastante divertidos y que no tienen una gran cantidad de reglas que asusten al jugador novato. La experiencia sobre el motor del juego suele ser una ventaja pero la curva de aprendizaje tiene mucha pendiente respecto al tiempo, así que las estrategias más eficaces se suelen aprender en poco tiempo.
Ha de señalarse que la mayoría de los componentes de los juegos suelen ser de madera, lo que hace que, aunque de buena calidad, resulten poco animados y no contribuyan demasiado a introducirse en la ambientación.

El término Ameritrash cubre juegos que, mayoritariamente, tienen autores americanos y la temática está fuertemente presente en las reglas y el diseño del mismo. Aquí el diseño condiciona fuertemente el reglamento. Muchos de ellos tienen una temática de conquista y lucha, parecidos a wargames de escala estratégica (o global) en los que se lucha por el dominio del mundo o de continentes, al estilo Risk, pero en realidad el único requerimiento estricto está en que la temática sea la que dirija el reglamento. Muchas veces eso obliga a que los reglamentos sean un tanto complejos y que el tiempo de juego se alargue bastante pero normalmente se busca hacer que la experiencia del juego transmita la temática. Ejemplos de estos juegos son el Arkham Horror, la Furia de Drácula, el Barbanegra o el Twilight Imperium

Imagen del Age of Conan. Los componentes son un buen ejemplo de la calidad de estos juegos.


Imagen del Arkham Horror. Incluido como un ejemplo significativo de los juegos cooperativos.

Imagen de los componentes de la Furia de Drácula, edición española. Un juego semicooperativo con un buen ejemplo de mecanismo de movimiento oculto.

Como ya he indicado, estos juegos suelen tener problemas en cuanto a que el tiempo de juego se suele extender a las tres horas o más, lo que hace que no todo el mundo disponga de ese tiempo o le apetezca mantener la atención durante todo ese tiempo. Además, a la mayoría de juegos se les achaca un exceso de cromo, de reglas que no son estrictamente necesarias para el desarrollo pero que están dentro del reglamento para acercar más la experiencia temática (algo que ocurre también en algunos wargames, no obstante). Por otra parte, los componentes de la mayoría de estos juegos suelen estar bastante cuidados, con figuras y cartas de bastante calidad, llegando, en ciertos casos, a intentar cubrir defectos de desarrollo del juego.
El Ameritrash, como género, suele tener también el favor de licencias temáticas, como series de televisión (Battlestar Galactica, por ejemplo), películas, libros (como el de la Era de Conan, que aparece más arriba) y videojuegos (dando un juego de mesa bastante decente por derecho propio). Las licencias facilitan bastante colocar un juego y atraen posibles nuevos jugadores, por lo que, a pesar de sus inconvenientes en cuanto a tiempo y dimensiones de reglamento sirven de juegos portal por los que aquellos jugadores con intereses más diversos pueden incorporarse al hobby. El punto más fuerte, sin embargo, es que suelen fomentar un grado mayor de interacción entre los jugadores, favoreciendo la negociación de tratos entre ellos (que suelen durar bastante poco, por otra parte).

Partida de Twilight Imperium 3rd Edition, el juego definitivo de conquista espacial. 

Los juegos de Habilidad son aquellos como la Jenga o el Crokinole, basados en ejercer la habilidad y coordinación neuromotriz pero sin el aliciente pauloviano de un temporizador y un paquete de alto explosivo. Los goterones de sudor están garantizados en cualquier caso. Más o menos como los piques.  

Partida de Jenga en progreso y una buena idea para sustituir el típico "¿Cable rojo o cable verde?" de las películas de Holywood.

Los juegos de ingenio y abstractos cubren juegos como el Scrabble, el Mastermind, el Blokus, el Ingenio y muchos otros en los que no hay temática concreta, simplemente una mecánica de juego similar a resolución de puzzles o algo simmilarmente abstracto. El Ajedrez, el Go y otros juegos tradicionales entrarían en esta categoría por ser abiertamente carentes de tema (juegos muy secos) y limitarse a reglas elementales. Estos juegos, normalmente, permiten tabulaciones de las jugadas de tal forma que los jugadores más experimentados muchas veces reaccionan de forma predeterminada porque la mejor jugada de respuesta a cierta jugada ya ha sido encontrada hace tiempo (en las partidas de ajedrez profesionales, los mejores jugadores del mundo parten de una serie predeterminada de jugadas: una abertura, una contra, etc.; y llevan/desarrollan un plan predeterminado en base a su salida o su contra buscando el momento en que el otro falle o fingiendo un error para forzar el error del otro). Normalmente, estos juegos se suelen denominar brain-burners por el efecto sobre la masa encefálica de los jugadores (pero aún así más saludable que leer a César Vidal o escuchar a Federico Jiménez Losantos). 

Mastermind: curso elemental de criptografía y juego, todo en uno.

Además de estas categorías, existen los híbridos, juegos que presentan características mezcladas y tienen hacia un punto intermedio en cuanto a su desarrollo de juego. Los mejores ejemplos son los juegos de Martin Wallace, un diseñador británico cuyas creaciones, además de partir de un concepto temático bastante fuerte, sus mecánicas suelen ser bastante sutiles y con una buena curva de aprendizaje. El Struggle of Empires, por ejemplo, está a medio camino entre un wargame y un eurojuego y refleja bastante bien la política de las grandes potencias europeas durante el siglo XVIII. El Diplomacia, por otra parte, es un juego clásico (1959) que con 20 reglas, aproximadamente, desarrolla una buena simulación de la política europea del finales del siglo XIX y principios del XX pero cuyo punto fuerte está en que todas las maniobras sobre el tablero son producto de la negociación entre los jugadores. Negociación secreta y no vinculante que ha roto más de una amistad.

Partida de Struggle of Empires con rusos, prusianos, españoles y holandeses metiendo mano en las provincias alemanas.

Partida de Diplomacia: las puñaladas están a la vuelta de la esquina.

Los juegos son actividades humanas que se han practicado como forma de pasatiempo, diversión y aprendizaje desde que el ser humano tuvo uso de razón. Hoy, su pujanza radica, sobre todo, en las posibilidades de socialización con los demás jugadores frente a otras formas de entretenimiento más solitarias. A la vez, esto ha estimulado la creación de nuevos diseños en los que no sólo resultan estimulantes los temas del juego sino que han  incorporado mecánicas nuevas que han proporcionado elegancia (en un sentido pseudo-matemático) y madurez al hobby. No obstante, lo más importante ha sido que los juegos de mesa de todo tipo han pasado de ser cuatro o cinco matatiempos conocidos por todos de críos y con un diseño que invitaba poco a la rejugabilidad para hacerse auténticamente divertidos.
Los chinos comentaban que uno podía comprender cómo es de verdad una persona por su modo de jugar al Go. Los juegos de mesa, además de un hobby y una diversión, son también una forma de expresión de la gente y se puede entender el funcionamiento interno de la gente a través de los juegos que juega y su modo de jugar. Con la enorme cantidad de juegos que hay hoy disponibles, sólo puedo decir que si no has encontrado uno que te guste es que no has buscado lo suficiente. Además, creo que hay pocas formas mejores de pasar el tiempo porque, en el fondo, por divertido que sea el juego, se trata siempre de un medio para pasar tiempo con los amigos. 

Bonus Image:

El tablero/mapa del Campaign for North Africa con niña de ocho años para escala.


Las imágenes han sido tomadas todas del Board Game Geek. Pertenecen, por tanto a sus autores legítimos y no reclamo propiedad ni derecho alguno sobre ellas.